
En el París efervescente de fines de los años sesenta, la amistad entre Julio Cortázar y Alejandra Pizarnik fue tan intensa como entrañable. Más que una conexión literaria, compartían una complicidad profunda, una admiración mutua que trascendía las palabras.
Cortázar la integró al círculo parisino de artistas e intelectuales rebeldes, aquellos que se resistían al canon y despreciaban a los representantes del establishment. Ambos amaban la palabra «subversivo», y no era solo un gusto: era una forma de estar en el mundo. Julio incluso le confió el único manuscrito que poseía de Rayuela.
“Yo soy la Maga”, le dijo alguna vez Alejandra, en clara alusión al mítico personaje de esa novela. Él prefirió no contradecirla. Compartían afinidades raras, profundas, al punto de hacerlos inseparables. Aurora, la compañera de Julio por entonces, también entabló una amistad con Pizarnik.

“Nos veíamos seguido —escribiría después Cortázar—. Ella venía a casa, donde Aurora y yo la recibíamos y la sermoneábamos por su peligrosa manera de abandonarse al azar, con riesgos que a ella no le importaban pero que nosotros conocíamos bien”.
La intensidad emocional y creativa de Alejandra era avasallante. En el libro La pájara en el ojo ajeno —que “viola el sentido común”, según sus propias palabras— le escribió a Julio una dedicatoria tan desgarradora como lúcida:
Carta de Alejandra Pizarnik a Cortázar
«Julio, fui tan abajo. Pero no hay fondo.
Julio, creo que no tolero más las perras palabras. La locura, la muerte. Nadja no escribe. Don Quijote, tampoco.
Julio, odio a Artaud (mentira) porque no quisiera entender tan sospechosamente bien sus posibilidades de la imposibilidad.
Me excedí, supongo. Y he perdido, viejo amigo de tu vieja Alejandra que tiene miedo de todo salvo (ahora, ¡Oh, Julio!) de la locura y de la muerte.
(Hace dos meses que estoy en el hospital. Excesos y luego intento de suicidio —que fracasó, hélas).
P.D. En el hospital aprendo a convivir con los últimos desechos. Mi mejor amiga es una sirvienta de 18 años que mató a su hijo.»
—Alejandra.
La respuesta de Cortázar, escrita poco antes del trágico final de Alejandra, es un grito de amor, de impotencia, de deseo por aferrarla a la vida. Esta es la carta íntegra que le envió:

Carta de Julio Cortázar a Alejandra Pizarnik
«Mi querida:
Tu carta de julio me llega en septiembre. Espero que, entre tanto, ya estés de regreso en tu casa. Hemos compartido hospitales, aunque por motivos distintos: lo mío fue banal, un accidente de auto que estuvo a punto de… Pero vos, vos, ¿te das realmente cuenta de todo lo que me escribís?
Sí, claro que te das cuenta. Y sin embargo no te acepto así. No te quiero así. Yo te quiero viva, burra, y date cuenta de que te estoy hablando en el lenguaje del cariño y la confianza —y todo eso, carajo, está del lado de la vida y no de la muerte.
Quiero otra carta tuya. Pronto. Una carta tuya. Eso otro que escribiste también sos vos, lo sé, pero no es todo, y además no es lo mejor de vos. Salir por esa puerta es falso en tu caso, lo siento como si se tratara de mí mismo.
El poder poético es tuyo, lo sabés, lo sabemos todos los que te leemos. Y ya no vivimos los tiempos en que ese poder era el antagonista de la vida, y ésta el verdugo del poeta. Hoy los verdugos matan otra cosa que poetas, ya ni siquiera tienen ese privilegio imperial, queridísima.
Yo te reclamo, no humildad ni obsecuencia, sino un vínculo con esto que nos rodea, llámale la luz, César Vallejo o el cine japonés: un pulso sobre la tierra, alegre o triste, pero nunca el silencio de la renuncia.
Sólo te acepto viva. Sólo te quiero, Alejandra.
Escribime, coño, y perdoná el tono, pero con qué ganas te bajaría el slip (¿rosa o verde?) para darte una paliza de esas que dicen te quiero a cada chicotazo.»

Días después, el 25 de septiembre de 1972, Alejandra Pizarnik se quitó la vida. Tenía 36 años. Aprovechó un fin de semana de salida del hospital psiquiátrico, tomó 50 pastillas de seconal y se entregó al silencio que tanto había temido —y deseado.
A pesar del reclamo visceral de Cortázar, Alejandra eligió el abismo. Y quizás, como escribió alguna vez, la jaula se volvió pájaro.
—Por El editor de Zorro Colorado Editorial, Mauricio Rebolledo
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